
“Para la mayor parte de nosotros, la verdadera vida es aquella que no vivimos”, dijo Wilde.
Lo mismo podría decir el poeta de sus obras: “Para la mayor parte de nosotros, el verdadero poema es aquel que no hemos escrito”.
Ya ni recuerdo las veces en que me he mudado, pero siempre me pasa lo mismo al momento de embalar los libros. Vuelve a mis manos un ejemplar extraviado, cuya lectura refresca imágenes de los momentos que viví cuando lo leí. Me refiero a la maravillosa edición de las obras completas de Wilde (Aguilar, 1961).
Oscar Wilde, a pesar de haber escrito pocos poemas, -pocos poemas de primer nivel, me refiero-, es para mi ante todo un poeta; un poeta con poco tiempo para escribir poesía. Su escandalosa y brillante vida lo ocupó demasiado. Pero en toda su prosa se advierten ideas poéticas y palabras que quieren ser recordadas y repetidas como si las acompañara la cuidadosa musicalidad del tiempo.
Me imagino a Wilde como uno de esos hombres que hasta para pedir una taza de café hacen una frase memorable. Vivió como si estuviese siempre ante un anfiteatro lleno de poetas. Vivió frente a las musas como un niño o como un santo frente a Dios. Exigió que el destino condujera con él como copiloto. En la vida cotidiana fue un artista, jamás se olvidó de serlo, ni aun en los momentos más trágicos.
Recuerdo que al fragor de la lectura de Ballad of Reading Gaol, llegué una mañana a la universidad con el peinado partido al medio. Todavía escucho las risas de José Osorio: -jajajaja, te parecí a ese escritor irlandés, cómo se llama?
En fin, al igual que Churchill, si me preguntaran con quién me gustaría encontrarme y conversar en la otra vida, respondería: -Con Oscar Wilde, seguro.
A continuación algunos adagios inmortales de Wilde:
Todos vivimos en el lodo, pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas
Cuando alguien está de acuerdo conmigo pienso que debo estar equivocado
No puede encontrarse en la creación lo que no había en el creador
Revelar el arte ocultando al artista: tal es el fin del arte
¡Cuantas cosas arrojaríamos lejos de nosotros si no temiésemos que alguien pudiera recogerlas!
La belleza, como la sabiduría, ama al adorador solitario