72. Lloverá poesía en Londres

71. Reclamo lectura


Saber lo que siento es casi siempre
La infortunada y cruda forma de una historia
Que nunca debería ser contada
Mark Strand


Es un fastidio confesar que todo es confesión. Pese a que me empecino en creer que la poesía, o al menos la poesía de mi interés, debiese ser poca afecta a las confesiones, ese desafecto no se resuelve en una forzada distancia entre el escritor y lo escrito, entre el poeta y el mundo que habita. El acto de escribir poemas supone un halito angustioso y asordinado (existe esta palabra?) hasta la exasperación y autoironía, y se alimenta de esa mirada solitaria con la que inevitablemente se debe ver al mundo. Aquí radica la fatalidad de escribir siempre de la mano de un compromiso –o del compromiso- inherente con ese otro -usted señor lector- que se alimenta de crónicas, versos, hazañas y derrotas, hasta hacerlas innecesarias e intrascendentes.

Por eso, después de todo, confieso que al escribir hay que evitar extraviarse demasiado en laberintos, o que estos no sean tan suntuosos. Yo prefiero aguardar pacientemente mi turno y solicitar callado y sin esperanza, la voz y el tono que necesito para seguir escribiendo -la poesía es sobre todo una cuestión de tono-. Escribir sin esperanza es, en cierta manera, un acto de coraje. Permítanme persistir y cumplir ese rol, subir al estrado y actuar. Es doloroso escuchar los portazos, es cierto, pero concedan al poeta descifrar los grafitis escritos en cada puerta cerrada. Dennos la espalda –¡qué importancia tiene!- no es necesario golpear la puerta para entrar. Los poemas están zurcidos a fuego en esas espaldas, es inevitable, así como también es inevitable querer leer esas heridas para reconocernos en ellas.