56. Apuntes sobre Efraín Barquero, Premio Nacional de Literatura 2008


El poema no es más que el silencio de todos los poemas


(publicado en periódico MARCHA, edición del 7 de Noviembre del 2008)


Extranjero, te doy el frío
El frío sin nombre de mi mano en la tuya
Un puñado de cenizas perfumadas
No te doy el silencio
Es el trigo oscuro de mi boca.

-El Viento de Los Reinos, 1967.


Efraín Barquero, desde el principio un nombre infrecuente, casi extranjero, una mezcla de tierra y agua, de sabio y provinciano. Nombre que con muchos intervalos, desde hace cincuenta años, aparecía en la cubierta de libros con títulos enfáticos: La Piedra del Pueblo, La Compañera, El Viento de los Reinos, La Mesa de la Tierra. Libros de versos extensos, revelados con el rigor y la fe de quien tiene por reino la palabra, y crea mitos y liturgias propios.

Efraín Barquero, venerado por algunos, absolutamente desconocido por otros. Parco, hermético, siempre existe tras de él esa amplia necesidad de reconocerlo. Su último paso por Chile, le mereció la obtención de los principales premios literarios y hoy es el nuevo Premio Nacional de Literatura. De pronto, el nombre de Efraín Barquero invade las páginas de prensa y se inmiscuye entre notas deportivas y de farándula. Y por curiosa extravagancia, el más hermético de los poetas, el más contrario a la publicidad, el que ha hecho del silencio y el anonimato una actitud frente a la vida, se transforma en el eje central de nuestra poesía contemporánea.

Lamentablemente, raras veces los poetas se equivocan cuando ven el futuro. Hace 150 años, Baudelaire describía rasgos inherentes de nuestra actual sociedad: "Llegará el día en que los jóvenes soñarán con huir de su casa, no para encerrase en una buhardilla a escribir versos inmortales, sino para competir en innobles comercios con sus padres". La democracia chilena, me recuerda esas pinturas italianas del Renacimiento en las que unos hombres, tendidos sobre losas frías, son torturados, mientras otros miran hacia otro lado, con aire perfectamente distraído. El número de los desinteresados es pasmoso y restringen, por cierto, el lugar reservado al poeta. Se cree frívolamente que la poesía es un objeto de lujo, una moda adolescente, no una forma de enriquecer la condición humana o de transformar la vida. Por eso, el Premio Nacional de Literatura ha sido otorgado con justicia al poeta que se revela contra nuestra época, y que ha creado una obra que es una sola larga frase sin censura, un solo poema que es el silencio de todos los poemas. Que ha construido, para quien quiera habitarla, una patria hipnótica, una flor cuyo centro crece mientras más lo miras, hasta ser más grande que el lugar donde estás.

Su poesía, -quizá gracias a esa parquedad- constituye un ejercicio de modestia y rigor, de ironía y lucidez, de fidelidad e inventiva. Los motivos del viaje y de la geografía, su filiación con el pueblo, el sentido de pérdida, el re-encuentro con la infancia, la fragilidad de la experiencia y lo provisional de la memoria son temas que aparecen recurrentemente desde Árbol Marino (1950) y que cierra con su último libro El Pan y el Vino (2008). En definitiva, acaso su mayor logro fuese escribir una poesía inesquivable, de primer orden, pero en un tono menor. Detrás de ese tono épico con que nos golpean las portadas de sus libros, su obra subraya la importancia de los poetas menores. Sus construcciones verbales no son grandiosas porque no se propuso que lo fueran. El diseño es más bien de tamaño humano. Pero son de una importancia enorme. Ahí están sus extraordinarios poemas de viaje y sus textos de lo cotidiano, verdaderas joyas, testimonios de ese poder de otorgar a las cosas otro orden al comenzar un poema y, a pesar de la nítida orquestación que trasluce en sus composiciones, jamás abandona su obstinada necesidad por dejar constancia de un mundo esencialmente impermanente y descentrado.

A Efraín Barquero lo conocí en 1998. Me lo presentó Jaime Valdivieso, por esos años prácticamente el único vínculo de amistad que mantenía con Chile. Llegaba desde Francia, su segunda patria. Nunca supe si eran tan reales sus intenciones de radicarse en el país, pero hizo el esfuerzo. Se instaló en un pequeño departamento en calle Mosqueto y junto a su esposa, Elena Cisternas Franulic, salimos unas cuantas veces a caminar por la ciudad. “Todo poeta tiene su Elena” solía decir en voz baja. Participamos de unas lecturas en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, junto a la extraordinaria Stella Díaz Varín. Por esos años, Andrés Pérez reestrenaba su Popol Vuh y nos invitó en honor de la visita del poeta, a una de sus funciones en primera fila. De pronto desapareció. En silencio, volvió a Francia, no sin antes dejarnos esa sabiduría del decir pequeño, siempre fiel a ese instinto de confiarse a una estrella invisible. También ese es un arte, o como lo pensaba Pound, la tarea de toda una vida.