16. Forma y material

El mismo y antiguo dilema, el mismo ritual que en otros oficios: tomar distancia, mirar, acercarse, agarrar, sentir, vacilar, entonces actuar con decisión y finalmente, pausas prolongadas. Esto pensaba, mientras bajo el malecón de la playa grande de Cartagena, Eduardo Loyola, el artista vagabundo creador de la arenografía, seleccionaba sus arenas de colores con las que daría vida a fauna silvestre, ríos, cordilleras.
Después de algún tiempo, creí haber descubierto una cierta paradoja en el trabajo de Eduardo: lo que producía era obligatoriamente efímero, durante el día y la tarde, sometido al consumo ávido e inmediato, como corresponde a las reglas del juego de la moda; durante la noche la obra abandonada a la merced del viento, los animales, los borrachos y el mar.
En ese pequeño trozo de playa, que Eduardo rescata hace ya más de 25 años, sólo cuenta el "aquí" y el "ahora", nunca el "ayer". A pesar de ello, el arenógrafo -como le gusta que lo llamen- se inspira en fotografías e ilustraciones de tiempos pasados, donde el arte se habría vivido a otro ritmo y el "trabajo" tenía otra categoría. Por ello, me parecía que Eduardo se expresaba simultáneamente en dos lenguajes, que tocaba dos instrumentos a la vez: lo efímero y lo duradero, lo volátil y lo estable, lo fluido y lo compacto.
Ese era su estilo, y ojo que el estilo puede llegar a ser un enorme problema: el "estilo" siempre alberga el peligro de convertirse en una prisión, en una sala de espejos donde lo único que haces es reflejarte a ti mismo e imitarte.
Tengo la sensación de que el arenógrafo está muy consciente del problema. Naturalmente, él también había caído en la trampa hasta que finálmente se propuso no volver a caer, porque había aprendido a aceptar su estilo, a dejarlo todo por su pasión, por su arte; por su forma y material. La prisión cedió de repente a la enorme libertad.
Esto es para mí un autor. Alguien que tiene algo que decir sólo porque sabe expresarlo con su propio lenguaje, y que finalmente, dentro de este lenguaje encuentra la frescura para convertirse en guardián de su prisión, en lugar de seguir siendo el prisionero.

15. Antígona

Sófocles ocupa plenamente el centro reposado y clásico de la tragedia griega. Nacido en los últimos años del siglo V a.C. murió muy anciano hacia el año 406 a.C.. La aldea donde nació, Colono, se encontraba a diez estadios de Atenas. Fue, pues, el poeta de Atenas por antonomasia. Sin embargo, lo que lo une más estrechamente a su pueblo fue su asistencia, como soldado, a la batalla de Salamina, batalla central de la historia clásica. Los otros continentes, África, Asia, Oceanía y América, están separados entre sí por mares. Europa y Asia que son geográficamente una unidad continental eurasiática, están separados entre sí por la batalla de Salamina. Este hecho nuclear y central en su vida fue el motor de toda su obra: toda ella es una misión ateniense y europea.
Con una vida tranquila, sin grandes sobresaltos, pudo Sófocles dedicarse totalmente a la exaltación de lo ateniense, o, más ampliamente de lo griego, como valor fundacional de la civilización occidental. Y todavía podríamos añadir otra notación de centralidad si decimos que en la mitad de su ciclo tebano, máxima labor de su carrera teatral, como el ciclo troyano lo fue para Esquilo, florece su Antígona entre sus dos Edipos: Edipo Rey y Edipo en Colono. En el centro Antígona es la tragedia máxima de la libertad, la familia y el derecho natural frente al despotismo: la proclamación, al menos conceptual, de la civilización europea. Cada vez que esa niña valiente y gloriosa muere en escena, Sófocles vuelve a ganar la batalla de Salamina.
El argumento de esta tragedia se desarrolla claro e intrigante, aludiendo a un mito conocido desde los tiempos de Homero. Edipo ya es un personaje casi folklórico desde la antigüedad y su tremendo mito se canta desde el canto XI de la Odisea conformado en todos sus detalles. Sin embargo la fábula que se plantea en Antígona no descansa bajo un sostén puramente sensacionalista e histórico como al parecer sucediera con Edipo Rey o Edipo en Colono, sino más bien, en la confrontación de la razón de la Verdad y la razón de la Política en su máxima expresión.
Eteocles y Polínices, los dos hijos varones del desterrado Edipo, mueren peleando frente a frente en las afueras de Tebas. Eteocles del lado de la ciudad; Polínices del lado de los sitiadores. Creonte, déspota, gobernador y dueño de Tebas, decreta que Eteocles sea enterrado con los honores que correspondían a los héroes que mueren por la patria; y que Polínices, que murió defendiendo el bando de los sitiadores, sea dejado insepulto sobre la tierra, para que, en memoria de su enemistad y escarnimiento de los tebanos, se pudra al sol y sea devorado por los buitres.
Contradiciendo el dictamen del déspota, Antígona, hija también de Edipo, se propone ir por la noche a enterrar a su hermano. Ismene, su hermana, más cobarde, no se atreve a acompañarla. Antígona es sorprendida por los soldados que Creonte ha colocado en el monte para que vigilen el cumplimiento de su decreto: pena de muerte a quien entierre a Polínices. Es llevada ante la presencia del autócrata quien la increpa por su desobediencia. Entre el tirano y la doncella se produce un diálogo que, tomando altura sobre el mero interrogatorio judicial de lo ocurrido, hace chocar la ley natural, la piedad familiar de Antígona, con la voluntad personal y arbitraria del tirano. Es, sin lugar a dudas, una de las escenas más inmortales de la dramaturgia universal. Creonte sentencia según su poder material y físico. Antígona argumenta según la ley que los dioses tienen escrita en el espíritu del corazón humano. Ante la culpa de haber violado las leyes que Creonte había dictado, Antígona se defiende: “No fue por cierto Zeus quien impuso esas leyes; tampoco la Justicia, que vive con los dioses del hades, esas leyes a los hombres dictó”. Aquí se asiste en esa escena al nacimiento de la libertad, de la dignidad humana, de la conciencia personal. Las palabras de Antígona cuando le dice a Creonte que sus decretos no tienen valor ninguno en la región del Hades se ven fortalecidas cuando le grita: “No nací para compartir el odio, sino el amor”. Creonte pronuncia su sentencia de muerte y Antígona es enterrada viva en una cueva, sobre la montaña. Hemón, hijo de Creonte, que amaba a Antígona, es encontrado muerto sobre el cadáver de ella. Fue a liberarla y, al encontrarla muerta, se traspasa el corazón no sin antes intentar matar a su padre sin lograrlo; mientras su propia madre, la reina Eurídice, esposa de Creonte, se retira de escena al comprobar la doble muerte de su hijo y su prometida. “La Reina -dice el Corifeo- ha desaparecido sin decir palabra, ni buena ni mala”. Se induce que se va y se oculta para sumarse a aquella negra floración de muertes y desastres. Los griegos, amigos de la templanza, cuentan más que representan las muertes de sus personajes dramáticos.
La anticipación de valores humanistas, de temas de nuestra civilización y, sobre todo, su carácter de obra precristiana es lo que da a Antígona su perennidad y su atractivo. En una sola palabra: un clásico.
Son muchos conflictos sociales y morales los que propone la lectura de Antígona, sin embargo el diálogo de la protagonista con Creonte es la cumbre máxima a la que llega Sófocles en su intento de demostrar que el hombre por sí solo es más intenso que aquel que es moralista. No se trata de un mero reflejo del sentimiento del desacato sino conmover, mediante la agonía del ser humano por esencia, a un espectador pasivo y ciego ante las súplicas de miles de Antígonas que han dejado este mundo desde los tiempos de Sófocles hasta nuestros días. Estos son los fundamentos a la tesis de la doble razón que propone el libro: Antígona, la razón del ideal y la ley divina; Creonte, la razón del orden, la razón de Estado. Sin Antígona, no habría poesía ni revolución; sin Creonte, no habría ley ni orden. De Antígona hacia delante sigue la literatura. De Creonte hacia delante sigue el derecho político.
Pero la verdad más sutil es que no termina en tablas esta dualidad. Al final de Antígona, Creonte va admitiendo su ceguedad y sus errores, y en cierto modo se reconoce como el heredero de aquel destino o ananké, entendido como una fuerza ciega que zamarrea a los descendientes del linaje de Layo, padre de Edipo, vislumbrándose, en un nebuloso anticipo, la idea del pecado original.

14. Un Mueble premiado

Bianchi, Barcaza y al medio Carrasco, la BBC mueblera


Esta semana recibimos la noticia que nuestro cófrade y camarada, el mueble Julio Carrasco Ruiz, hizo para sí el premio Revista de Libros de El Mercurio. Al respecto, comparto parte del dialogo que sostuvimos esta mañana:

- Pez: Hermano, que bien saliste en las fotos !!
- Malayo: Wn la cagó, con esas fotos me voy derechito a las teleseries!!
- Pez: jajajja
- Malayo: sin embargo me entristece pensar en la mirada de las chicas cuando me conozcan. Es que soy tan feo.
- Pez: Hermano, no digas eso. Sólo trata de no arrugarte mucho cuando te rías. Mira a tu tío, por qué crees que le decían “la vieja” Carrasco en el Quilapayún?? Puede ser algo de familia…
- Malayo: no se brad, esto me pone mal…
- Pez: Cuando veas que las chicas se te acercan, acuérdate del calamar y estira el rostro. Cuando sientas que te viene la risa, estira el rostro. Ríete como en un aire prolongado y misterioso, tal como lo hiciste para el fotógrafo del mercurio…
- Malayo: Puede que tengas razón hermano, porque no era fotógrafo, era fotógrafa!!

Una vez que cortamos me puse a reflexionar sobre el calamar y su rostro conspicuo e insondable. El calamar se parece al poeta en dos cosas fundamentales: en que puede tomar a voluntad el color que más le convenga y en que se defiende con la tinta. Cuando se siente acechado es cuando echa mano a esa boligráfica fisonomía que posee su intestino e inmediatamente se disuelve en el agua un gran chorro de tinta. ¿Qué nos dice en aquel mensaje el calamar? No se ve nada. No se entiende nada. Para evadir la persecución, el calamar ha lanzado un largo y oscuro poema y se ha escabullido. Veinte, treinta, cuarenta versos por un instante en el líquido elemento, y no hay opinión en el fondo de los mares, o esta opinión debe de conmoverse poco.

¡Salud Malayo!
Comparto con ustedes un poema, aún inédito, del laureado libro "32 despedidas antárticas" de Malayo:

Los detergentes líquidos

Los detergentes líquidos imitan
el color y el aroma del zumo de limón
Más de una vez estuve
tentado a beberlos siendo niño
Entre azulejos cubiertos de óxido
los miraba deslizarse de un recipiente a otro

La televisión resplandecía
desde el living a oscuras
delineando mi propio reflejo
en esos frascos de plástico

Un jugo verde intenso
como la fiebre

pero un niño no podría saberlo.